26.6.07

Famas y cronopios reciben educación intercultural


Copyright © 2007, juan carrillo

Según Julio Cortázar, esos extraños seres llamados «famas», para conservar sus recuerdos, procedían a embalsamarlos, envolviéndolos de pies a cabeza en una sábana negra y colocándolos parados contra la pared de la sala, con algún cartelito alusivo. Decía también que los «cronopios», a quienes describía como seres desordenados y tibios, dejaban los recuerdos más bien sueltos por la casa dando gritos alegres, y cuando pasaba alguno corriendo lo acariciaban con suavidad y le decían que tenga cuidado con los escalones. Por esa razón las casas de los famas eran ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios había bulla y golpes de puertas. Contaba Julio que los vecinos se quejaban siempre de los cronopios, mientras los famas movían la cabeza comprensivamente y corrían a ver si las etiquetas de sus recuerdos estaban todas en su sitio.

Estas Historias de Cronopios y de Famas fueron escritas por Cortázar en 1962. Según cierta crítica literaria, aludían de manera lúdica y sarcástica a diferencias de clase, de estatus o de estilo al interior de la sociedad contemporánea, una especie de fábula sin moraleja. Y aunque Julio siempre negó que hubiese alguna alegoría detrás, esta colección de divertidos relatos nos hizo reflexionar mucho acerca de esas y de otras diversidades, tan extremadamente humanas.

Es por eso que, cada vez que releo estas historias, me pregunto por ejemplo cómo reaccionaría un profesor si su salón estuviera lleno de cronopios y famas. Es decir, cómo diseñaría y manejaría su clase, sabiendo que los famas, a decir de Julio, son seres minuciosos, cautelosos y prolijos, pero que les gusta mirar codiciosamente a los árboles, mientras los cronopios son despistados, descuidados y desaprensivos, pero les gusta cantar canciones hasta perder la cuenta de los días. ¿Acaso ignoraría estas diferencias, enseñándoles a ambos como si fueran lo mismo? ¿Quizás cuestionaría ambos modos de ser y decidiera convertir a cronopios y famas en seres indiferenciados? ¿Tomaría partido por los famas y despreciaría a los cronopios, considerándolos seres inferiores? ¿Buscaría compensar sus deficiencias con programas especiales para volverlos normales, es decir, como los famas?

Para fortuna de los maestros, los cronopios y los famas nunca existieron fuera de la fabulosa imaginación de Cortázar. Por lo tanto, nunca se tropezarán con ellos. Los que sí existen y con tanta realidad que hasta ocupan asiento en las carpetas del salón o aparecen con nitidez en las fotografías del aniversario del colegio, son niños y adolescentes. Y por lo general, con diversidades tan notorias como las que distinguen a famas y cronopios en los relatos del escritor. Por ejemplo:

Niños de la ciudad, que hicieron 4 años de educación inicial, tienen y manejan un DVD en casa desde los 4 años y una colección de películas apropiadas para su edad, además de un estante con libros de cuentos o de ciencia recreativa; que juegan con juguetes sofisticados, dibujan y pintan a discreción, ven TV por cable, toman clases de karate, tienen médico de cabecera o posta cerca de su casa, van al cine y gracias a Disney tienen amplias nociones de historia universal.

Niños de la selva, que nadan en el río desde los 5 años y saben navegar en balsas apoyados en una larga caña; atrapar peces con anzuelo, lanza, flecha o veneno; cazar de día o noche distinguiendo las pisadas de los animales por su forma, tamaño y profundidad; fabricar sus herramientas con sus propias manos; diferenciar las plantas nocivas de las beneficiosas y emplearlas para distintos fines; preparar alimentos; construir casas, recolectar frutos de los árboles más altos o atrapar lagartos.

Niños de los andes, que aprendieron desde pequeños a cultivar la tierra, preparar las semillas, criar cuyes, ordeñar vacas o cuidar a sus carneros del acecho del zorro, que saben recorrer grandes distancias sin extraviarse ni fatigarse, tanto como cocinar, comprar y vender en las ferias dominicales, atender a sus hermanos pequeños y cuidarse mutuamente en sus necesidades y tareas cotidianas, fabricar objetos decorativos empleando barro o tejer mantos maravillosos.

Unos manejan mucha información, pero no saben atenderse a sí mismos, hacer algo a favor de los demás o manejarse con autonomía. Otros, menos informados, saben resolver problemas y afrontar tareas de interés colectivo con independencia. Unos cultivan su capacidad de abstracción y comunicación verbal, mientras otros desarrollan su capacidad de observación y su «inteligencia práctica». Unos nombran las cosas por su significado lógico, mientras otros las conocen por su valor simbólico o analógico. Unos acostumbran moverse en espacios cerrados y protegidos, otros lo hacen mejor en espacios abiertos. La lista de diferencias podría seguir… y añadírsele una lista enorme de habilidades que se cultivan alrededor de ellas, de absoluta relevancia para el currículum escolar.

Pero los profesores no se suelen poner estos lentes para mirar las diferencias, pudiendo cada uno considerar como obvias respuestas muy disímiles al desafío de la multiculturalidad. Es el caso de Mauro, profesor de primaria desde hace cinco años. Cada vez que se encuentra con estos contrastes en su aula, piensa de inmediato en la pobreza en que viven los niños no citadinos y sus familias, así como en todas sus secuelas probables. En consecuencia, cree que lo que necesitan es recuperarse de su «déficit sociocultural» mediante programas compensatorios. Martha, en cambio, especialista en educación bilingüe, piensa en las diferencias lingüísticas, a las que concede enorme valor. Por lo tanto, cree más bien que lo realmente importante es enseñar a los niños del ande y de la selva en su lengua materna, pues aprender en su idioma ya implica aceptación y respeto por su cultura.

Don Pedro, maestro rural por años, cree por el contrario que el problema de fondo es el frágil conocimiento que demuestran los niños campesinos sobre su propia cultura. Entonces, plantea que lo prioritario es agregar al currículo oficial algunos contenidos de su cultura, para que la conozcan y la aprecien mejor. Juana, profesora tutora, piensa más bien en su condición rural y marginal respecto del resto de niños del país. Cree, por lo tanto, que lo que debería hacerse es crear unidades didácticas expresamente dirigidas a elevar la autoestima de estos chicos, enfatizando lo valioso de sus aportes a la cultura nacional.

Notarán que cada una de estas respuestas a las diferencias socioculturales de los niños, parte de la consideración de un solo aspecto, lo que termina reduciéndolos a una de sus características, sea su pobreza, su lengua, su marginalidad o el conocimiento deficiente de su propia cultura. El problema es que cada uno de estos rasgos dicen algo de ellos, pero no dan cuenta de todo lo que son. Salvo el idioma, además, hablan básicamente de sus carencias, no de sus fortalezas o sus distintas maneras de ser y actuar en su propio medio. Todas en conjunto y no por separado son características que dan cuenta de su identidad. Todas provienen de su experiencia cultural, pero también de su particular manera de ubicarse en ella, desde su edad, su género, su personalidad o los rasgos generacionales que le son propios y que los distinguen de sus padres, tíos y abuelos. ¿Eso no cuenta?

Notarán, además, que para Mauro, Martha, Pedro y Juana, la multiculturalidad de los estudiantes es vista como un desafío sólo cuando se trata de los niños andinos o de la selva, nunca de los niños de la ciudad. La razón es muy simple: el currículo, tanto como los parámetros de la enseñanza escolar han sido diseñados desde su mismo código cultural, occidental y urbano. Parecería entonces que la interculturalidad es una cuestión necesaria sólo para la educación de los hijos de las familias campesinas o indígenas, no de quienes habitan en Lima, Trujillo o Ica. ¿Tiene sentido?

Cuando la respuesta de la educación al hecho de la multiculturalidad se reduce a la enseñanza en la lengua materna y a los contenidos del currículo, cuando se dirige básicamente a la población rural y cuando se percibe en el fondo como una educación para deficientes o desaventajados, no estamos educando con una lógica intercultural. Ahí no se garantiza el diálogo entre culturas ni intercambios entre modos distintos de pensar y de vivir. Ahí no hay necesariamente enriquecimiento de la propia identidad cultural ni del modo de insertarnos en el mundo en que nos movemos.

En las escuelas rurales situadas a orillas del río Ene, en la provincia de Satipo, selva central del Perú, los niños de las comunidades Asháninkas que allí habitan y que son enseñados por profesores andinos, aprenden a bailar huaylas y a cantar huaynos en quechua. No obstante, los niños quechuas, hijos de colonos andinos que estudian con ellos en las mismas escuelas, no aprenden bailes ni cantos en dialecto asháninka. Ahí no hay experiencia intercultural. Aún si el currículo lo prescribiera, si hubiesen programas compensatorios, si se enseñase en el idioma de los niños, esta discriminación se llama imposición cultural y menosprecio inocultable a una cultura considerada inferior.

Volvamos al punto de partida. Si los cronopios y los famas fueran a la misma escuela, se sentirían felices de que sus maestros les enseñaran sin ignorar, despreciar o negar sus maneras de ser, sino más bien afirmándolos en ellas. Si les posibilitaran aprendizajes que les ayudasen a complementar, enriquecer o profundizar sus habilidades preexistentes, a conocer y apreciar lo que el otro tiene de distinto, a intercambiar entre ellos sus mejores dones, desde una actitud abierta y lúcida respecto de sus propias fortalezas. Y es que la educación intercultural, si bien requiere un currículo intercultural y del idioma materno, requiere también y sobre todo la capacidad de enseñar a partir de lo que los estudiantes ya saben, para fortalecer su hacer cotidiano al interior de su propio mundo cultural y más allá de el. Cortázar, que fue maestro rural antes de ser escritor, estaría de acuerdo.

Lima, 26 de Junio de 2007

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